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Celeste Andino / Honduras, Nación y Mundo
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domingo, 17 de octubre de 2010

Tercera Comisión de la Asamblea General

Tercera  Comisión de la Asamblea General
Intervención
  Excelentísima Sra.  Mary E. Flores
Embajadora Representante Permanente
de la República de Honduras

New York,   Octubre de 2010
Señor Presidente,
Es un honor felicitarle por su elección para dirigir los trabajos de la Tercera Comisión de las Naciones Unidas, sobre los temas sociales y humanitarios. Confiamos que su liderazgo y la experiencia de los miembros de la mesa directiva, afiancen los resultados.  Antes que nada, mi delegación desea expresar a la Subsecretaria de la Unidad de Género, ONU Mujer, Michelle Bachelet, su complacencia por ese extraordinario ejemplo de perseverancia y de valentía brindado por su país, que hicieron posible rescatar con vida a los 33 mineros que por 69 días permanecieron atrapados en las entrañas de una mina en el desierto chileno. 
Distinguidos amigos y amigas:
El tema que hoy abordamos, es uno que nos permite exteriorizar íntimos sentimientos que llevamos arraigados en lo más hondo de nuestras convicciones. Imposible eludir en esta discusión, los dos pilares que constituyen el quehacer central  de nuestro compromiso por heredar un mundo más justo, amable y solidario a las futuras generaciones: Las mujeres y los niños.
A través de todos los tiempos, las mujeres han enfrentado las embestidas de la exclusión  en el goce de los beneficios sociales propios de cada época. Es una historia de lucha empedernida a lo largo de la historia. De azaroso andar y avanzar por el disparejo camino recorrido de siglo a siglo. Un incansable batallar, superando obstáculos culturales, venciendo trabas legales, desafiando prejuicios, y derribando muros de incomprensión, en el eterno empeño por alcanzar un merecido reconocimiento.  La paridad de los hilos que entrelazados forman la pieza del tejido social. Desde la ubicación simétrica dentro del núcleo familiar hasta derrotar la marginalidad, la omisión y el irrespeto.  
Imposible desconocer, cuanto hemos progresado en torno al empoderamiento de la mujer como requisito ineludible para alcanzar el debido equilibrio social planetario.  Y pienso en los espacios, en todos los campos, en las oportunidades y las posibilidades, abiertos como ventanas de aire fresco, a todas las mujeres del mundo. Sin embargo, yo vengo de un lugar donde, a pesar de los logros y de los reconfortantes avances, los abismos del relego, de la marginación y de la vulnerabilidad, son tremendamente profundos.
Aquí, en este mismo foro, decíamos unas semanas atrás, que la distancia que separa el horizonte de vida de una humilde campesina hondureña, que vive en la montaña, sola, expuesta a la inclemencia de la naturaleza, al amparo divino, con una marimba de hijos a los que debe criar y educar, es terriblemente distinto al de la profesional que vive en la ciudad, educada en buena universidad, trabajando en un cómoda oficina, conectada al Internet, y gozando de todos los privilegios del modernismo. Casi como la brecha bestial entre la paupérrima situación del atraso en nuestras naciones descalzas, contrastada con las abundancias de las ricas y desarrolladas.
Por ello, ahora que tocamos este tema, por supuesto, que pienso en todas las mujeres, por quienes es preciso que prosigamos en esa lucha por la equidad que todavía no termina, pero particularmente, pienso en las que, por su precaria condición de vida, ni siquiera conocen el significado de ese término. 
Pienso en aquellas mujeres, que con el rostro pálido y las manos temblorosas, escondiendo su embarazo, con la mirada clavada en el suelo, acuden al remedio desesperado que la pobreza obliga,  colocando sus frágiles vidas en manos de chapuceros que, con instrumentos insalubres, desprenden de sus entrañas los hijos indeseados.  Pero también pienso, con sentimiento de admiración, en las heroicas madres, que en su enorme devoción a la vida, saben que la procreación es un regalo de Dios.  Que negarla sería un pecado, y pese a la carga de dependientes que pesa sobre sus adoloridas espaldas, no tienen el menor reparo en llenarse de hijos, asumiendo que la fe multiplica los panes, y que el esfuerzo del trabajo duro, pero digno, al final del día proveerá.   
Pienso en la sacrificada mujer de tierra adentro, que hipoteca o mal vende sus pocas pertenencias heredadas, para acudir con el retoño enfermo al hospital de la ciudad. Que llega, bajándose del bus destartalado que la transporta, con la criatura en brazos, a mendigar turno de asistencia, en aquellas largas colas de espera.  A centros públicos de salud, donde no existen las emergencias, a veces sin médicos y sin medicinas, y sin la conciencia debida del dolor de las angustias.  Que con el rosario en mano, duermen en los fríos corredores, velando el sueño y rezándole el milagro al hijo de su alma.
Veo, en un ligero cerrar de los ojos, las manos agrietadas y las cara tostada por el ardiente sol, de las mujeres campesinas abandonadas por maridos insensibles, desconsoladas por la cantidad de bocas que deben alimentar, y de esperanzas de la Patria que deben educar.  Las veo, embrocadas en el piso en sus quehaceres hogareños. O fertilizando la siembra con el sudor de su trabajo, desde el amanecer hasta el ocaso, agradeciendo a la tierra que les dará el sustento e implorando al Creador, la suficiente lluvia para la buena cosecha, pero no demasiada que inunde sus esfuerzos. Y pienso en la pareja afortunada, turnándose las tareas, aplicados en las faenas que garantizarán su futuro.
E igual, pienso en las mujeres cabezas de hogar que sostienen sus familias laborando largas horas en las fábricas citadinas. En las que no tienen empleo fijo y deben rebuscarse comerciando sus habilidades, comprando caro y vendiendo fiado. En las laboriosas compatriotas, moliendo el maíz y echando tortillas en sus estufas de adobe, en aquellas miserables viviendas de cartón que a la primera llena se las lleva el río. Ninguna de ellas se rinde frente a la dura realidad de la vida, y con rostros llenos de impaciencia, aguardan el día en que su infortunio pueda ver la luz de un mejor amanecer.
Frente a esta venerable conducta de estas heroicas luchadoras, como tantas otras en otras latitudes del mundo, no puedo menos, llena de admiración, que unir mis oraciones a las de un poeta insigne de mi tierra que mejor describe el místico simbolismo de la lucha frente a la adversidad: “Madres dulces, madres buenas, mi canción es para todas, para todas es mi canto. Para aquellas que en seno de la alcoba delicada, entre tenues sedas níveas y perfumes enervantes, mecen tiernas la amplia cuna donde duerme el dulce infante…Hasta aquellas pobres madres, que no tienen otra cuna, que la cuna de sus brazos---Que es la cuna de los pobres…la más tibia de las cunas”-
Sr. Presidente:
Iguales sentimientos, de la más profunda admiración, para los niños inteligentes, nobles y soñadores de mi tierra cuyos padres luchan por darles la educación que la pobreza y la poca fortuna, les negaron a ellos. Pero que harán todo sacrifico a su alcance, tumbarán obstáculos y avasallarán impedimentos, batallando contra ambientes injustos y sistemas hostiles, para asegurar que sus hijos no carezcan de lo que ellos no tuvieron.
Una reflexión, para finalizar. A muchos  niños pequeños cuando les preguntan que quieren ser cuando crezcan, elevan alto sus aspiraciones. Unos dicen que quieren ser maestros, otros artistas, pilotos, empresarios, astronautas, presidentes, embajadores, escritores, campeones, en fin, una lista interminable de metas y de propósitos. Sin embargo, cuando a una criatura de mi tierra, en alguna aldea remota, le hacemos la misma pregunta, responden:   El niño: “Yo voy a sembrar la milpa, como mi papá”. O la niña: “Yo voy a lavar y planchar, como mi mamá”.  Sin duda no hay trabajo que no dignifique. Pero el futuro de nuestros hijos, debe transcender la posibilidad del limitado entrono en que viven. No hay grandes realizaciones posibles si las metas no son cimeras.  Y nuestro reto, por el que debemos esforzarnos todos los días, es porque nuestros hijos puedan soñar en grande.
Distinguidas excelencias:
Ruego acepten mis encarecidas excusas, que en esta ocasión haya prescindido del texto acostumbrado, de las cifras y de las estadísticas propias de una exposición razonada,  para dejarme llevar por el impulso de compartir con ustedes nuestra realidad, y por las vibraciones cálidas del corazón.
Gracias.

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