Alguien me contó la historia. Es el caso de Joaquín, un pequeño contratista al que todo le había salido mal aquel día. Estaba pintando una vieja casa, las paredes, que se suponían sólidas, se descascararon y hubo que repellarlas de nuevo con cemento y arena. Para colmo, la escalera que le proporcionaron fue demasiado pequeña y no alcanzaba la parte alta que debía ser resanada. De manera que lo que pensaba que llevaría un par de días, a todas luces llevaría toda la semana. Y aún su viejo camioncito se negó a arrancar. Don Ricardo, el dueño de la casa, decidió llevarlo.
Este subió al auto y se sentó en silencio. A todas luces, los contratiempos del día lo habían aplastado, pero cuando llegaron, Joaquín se empeñó en presentarle a su familia. Mientras cruzaban el pequeño patiecito frente a la puerta, don Ricardo notó que el hombre se detuvo muy brevemente frente a un pequeño árbol y como una extraña ceremonia tocó algunas puntas de las ramas.
Cuando la puerta se abrió ocurrió una completa y sorprendente transformación. Se mostró alegre, su cara se llenó con una hermosa sonrisa, besó a su esposa, cargó a sus dos hijos pequeños. Después de compartir con ellos unos gratos momentos, don Ricardo se despidió y Joaquín lo acompañó hasta el automóvil.
Al pasar cerca del árbol, con curiosidad le preguntó acerca de la extraña ceremonia. Joaquín sonrió. “Le voy a confesar que este es mi árbol de los problemas. La experiencia me ha enseñado que no puedo evitarlos en el trabajo, pero no es justo traerlos a casa, pues afectan a mi esposa y a mis hijos, que no tienen nada que ver con ellos. Así que los cuelgo cada noche al llegar. Después, en la mañana siguiente, los recojo otra vez”.
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